En esta época empiezan a arreciar las ofertas de universidades privadas. Salvo una, que en un cartel presentaba a dos chiquitas y a un chiquito muy apañados con el mensaje "¿te vienes?" como reclamo, el resto ofrece una gran formación con muchas prácticas para estar realmente preparado y ser competitivo en el mundo laboral que te espera y patatín y patatán.
Por una parte he recordado a mis grandes amigos médicos que, en su época de estudiantes, no se prestaban los apuntes con la excusa de que había una comisión aunque, la verdad, desde el principio estaban compitiendo por una plaza en el Mir (me pide el cuerpo un chiste fácil. Que pena no compitiesen por una plaza en la Mir y estuvieran todos degradándose en una estación espacial) y esas cosas, lo cual no quitaba que se fuesen a la playa todos juntos a hacer hogueras y, con la guitarrita, cantar canciones de Silvio Rodríguez. Además de peseteros, cursis, tiñosos y grandes precursores del periodo actual.
Por otra parte me vienen a la mente las cenas de promoción que celebramos una o dos veces al año. En ellas, poco antes de caer todo el mundo borrachos como cubas y de hacer las mismas gilipolleces de hace quince años, las conversaciones muestran el desencanto en la vida laboral y las ganas que tenemos todos de llegar a casa y de mandar todo a esparragar.
Porque, y en lo que a mí respecta, pienso que el trabajo saca lo peor de las personas. Por supuesto que ni ennoblece ni dignifica. Es insano. Por cuatro duros la gente se tira a degüello (que no a Degüello. Más quisiera él.) y no respeta ni a su madre. Desde que estoy trabajando, he aprendido un poco de estructura metálica y un mucho de la condición humana. Y, mirando hacia atrás, no habría pasado nada si me hubiese quedado en la ignorancia. Y es que, como decía Don Camilo, el conocimiento y la cultura sólo conducen a la infelicidad, aunque ese es otro tema que habrá que darle vueltas.
Si pudiese comprar mi tiempo, entre estar en casa, jugar con mi/s hijo/s, correr, leer, oír música y hacer algún viaje de vez en cuando llenaría los días plácidamente. Pero muy plácidamente. No tengo más ambición.
¿Que no sería un buen ejemplo para mis hijos? ¿Acaso lo soy ahora? Desvelado desde las seis pensando en las mierdas que me esperan, discutiendo a gritos por teléfono a mediodía o llegando a casa reventado por la noche después de haber deseado la muerte a quinientas dieciséis personas y el escarnio público de otras tantas. Joder, que hay veces que me escucho juramentando y me doy miedo al ver como mis babas corroen el suelo. Que yo era bueno y ahora no sé lo que soy.
30 mayo 2006
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