Skatòs

Supongo que tendré que advertir que voy a resultar un tanto desagradable. No tan desagradable como podría resultar el ver una guillotina en pleno funcionamiento, pero igual los de estómago delicado me reprochan mi escrito. Así que aviso, que el que avisa no es traductor.

Tras mi deserción del lado cursi de la vida y mi conversión al nihilismo socarrón, mi vida mental y sensiblera se simplificó bastante. Me convertí en alguien esencialmente primario y todas mis grandes dudas desaparecieron por ensalmo. Dejó de importarme el quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos, lo de la vida ulterior y lo del origen del universo. De hecho, sólo tengo una gran duda. Y a ella me quería referir.

Pero antes haré un bonito preámbulo.

Prácticamente toda mi familia proviene de dos pueblos de la provincia de Cuenca, Belmonte y Villaescusa de Haro, distantes entre sí seis kilómetros. Llevo yendo por allí desde que nací y seguiré yendo hasta el día que me muera. Además, Ana es oriunda de Villaescusa y muy Villaescusera, aunque su padre es belmonteño, cosa que no le hace gracia, por lo que difícil es que nos busquen por allí y no nos encuentren.

Aquello es un paraíso para correr. No diré que es un vergel porque por allí agua, poca, pero hay un montón de pistas y se pueden hacer infinidad de rutas. Puedo estar tres semanas saliendo a diario y no repetir prácticamente nunca recorrido. Y rarísimo es el día en que, estando allí, no me calce las zapatillas y a rodar.

Otra cosa que no perdono nunca estando en Belmonte en el aperitivo. En el Bar Paulino, rodeado de escudos y fotos de plantillas antediluvianas del Real Madrid, nos juntamos siempre los que estamos (no hace falta avisarse. El que está, acude) y nos liamos de botellines. Luego tengo que irme a comer a Villaescusa, a casa de Ana, y llego a las tres y pico, apestando a cerveza. Siempre como solo. Y, para quedar bien, antes de comer paso por el baño donde mingito con fruición.

La combinación cerveza, siesta y carrera suele ser fatal para mi aparato digestivo. Es por ello que siempre salgo a correr por allí con un buen trozo de papel higiénico. Yo seré muy rural para algunas cosas, pero para otras soy muy delicado y los métodos que buscan hermanarse con la naturaleza a la hora de la higiene me resultan irritantes en exceso y, creedme, no es cómodo correr como lo haría John Wayne pero sin caballo debajo.

Confieso que me encanta cuando empiezo a sentir los primeros retortijones. Me encanta cuando estoy en mitad del campo, claro. En Valencia me ha jugado mi estómago alguna que otra mala pasada, de tal forma que he tenido a la fuerza que desarrollar una gran capacidad mimética para esconderme en el viejo cauce del Turia o en la playa de la Malvarrosa, donde me he visto en la urgencia de marcar mi territorio y no una ni dos veces. Aquí sí que lo he pasado mal. Pero, en Belmonte…quita, quita. Si es un placer.

Voy llegando donde quería. Cuando ya el apretón está a punto de ser incontrolable, busco una sombra y procedo. Y siempre, pero siempre, siempre, antes de que el residuo sólido toque el suelo ya está por allí una mosca verde. Y esa es mi gran duda. ¿Dónde están las moscas verdes? ¿De dónde aparecen? Yo nunca veo ninguna. Es más, antes de proceder miro y remiro para asegurarme que no hay ninguna y, al microinstante…zas, ya están allí. ¿Qué olfato tienen? ¿A qué velocidad se desplazan? A veces pienso que viven en mis intestinos y que bajan con el pack. A veces pienso que son partículas que flotan en el aire que, ante la presencia de detritus, toman forma corpórea y colaboran en la descomposición. La vida de la mosca verde alejada de las heces. Esa es mi gran duda.