Qué bien me lo paso yo solito

De nuevo de Rodríguez. De nuevo agobiado porque tengo mucha plancha, tengo que hacer la compra, tengo que barrer, tengo la pila llena, tengo que ir a correr, tengo que ir a nadar, tengo que limpiar el polvo, tengo que conseguir las entradas para los Enemigos, tengo que leer, que no se me olvide la película de Woody y lo que, aparentemente, va a ser pura dejadez y tranquilidad me tiene taquicárdico. Llego a casa y parezco el diablo de Tasmania.

Nada comparable a cuando estoy de Súper Rodríguez, es decir, cuando tampoco están mis padres en Valencia. La lista de olvidos de mi madre es insuperable. Y si encima les dejas caer que, aunque les parezca mentira, vengo a Valencia porque tengo que trabajar y a quien se le haya olvidado algo que se joda y apechugue, que no estoy para hacer recados y que si no tuvieran plantas no se les morirían, van y se enfadan y me llaman ingrato y desagradable.

Además, con la Torrija en Castellón, Maroto en Barcelona y el Gorras de la Ceca a la Meca, mi faceta de crápula se diluye y a las once en la cama confiando en que suene el timbre y sea el Colectivo de Ninfómanas Desatadas que vienen a hacerme una visiteja. Pero esas cosas no pasan. Por lo menos a mí.

Con todo, y de largo, lo peor, sin duda, de estar de Rodríguez es llegar a casa, abrir la puerta y no oír una vocecilla al fondo que dice ¡Hola papa! y unos pasitos que vienen corriendo a recibirte. Igual por eso tengo que estar constantemente haciendo cosas. Para no hacer pucheros.