En Belmonte hemos establecido unos códigos de honor que cada vez se demuestran más ridículos y que se están volviendo en nuestra contra pues cualquiera, por cualquier tontería, lo lleva por el lado de la afrenta y estoy harto de discutir por gilipolleces. Como cada vez que voy por Belmonte, y voy mucho, vuelvo envenenado, supongo que tendré tema para muchas entradas y me iré desfogando a gusto. Todas las entradas tendrán el mismo trasfondo: no es lo mismo tener cuarenta años que tener veinte y que cuando se lleva veinticinco años siendo joven es que uno ya no es tan joven. Y no me digas, con esa barriga, con esas entradas y con esas canas que la juventud se lleva en el espíritu. Díselo a toda la chiquillería que te llama carcamal cuando pretendes estar a su altura, gilipollas. Y es que estoy rodeado de amigos, muchos con hijos ya crecidos, que son incapaces de verse desde fuera y que se toman por lo personal cuando les dices que están haciendo el ridículo. Pero, en fin. Igual tienen ellos razón.
Hoy me centraré en el tema de la decadencia física. Ya no podemos jugar al fútbol sala. Ni al fútbol, ni al baloncesto ni a ningún deporte de esfuerzos bruscos. No hay partido sin lesionado. No sabemos jugar al ralentí. No nos gusta perder a ninguno. No podemos permitirnos estar de baja. No somos competitivos. Somos lentos, torpes, pesados. No es tan complicado entenderlo. Y, sí, soy maricón. Y, no, no quiero jugar. Pero nunca más. Y no me lo preguntes más veces. No quiero jugar. Y, sí, soy maricón. Y correr es aburrido. Y de cobardes. Y de egoístas. Lo que queráis, pero dejadme en paz.
12 junio 2006
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