La escena tal vez esté manida, pero no deja de tener su plasticidad. Maribel acapara las luces, los micrófonos, las portadas. Maribel es tendencia en la moda, sus opiniones son valoradas, sus gracias son reídas. Hace campañas publicitarias. Su nombre es imprescindible en cualquier producción. Colecciona premios. La llaman del extranjero. En Francia la adoran. Es Estados Unidos la esperan. Maribel es actriz. Una gran actriz. La mejor actriz.
En una oscura habitación, sentados alrededor de una mesa camilla, con los pies calentándose en el brasero, el Gorras y el Zepporro, tiernamente abrazados, miran con arrobo y embeleso la televisión donde Maribel reina en todas las escenas, en todas las noticias, en todos los comentarios. No hay nadie más orgulloso en el mundo que ellos dos.
Y en la puerta trasera del Gran Teatro de la gran ciudad, Maribel sale con su séquito como una flapper, envuelta vaporosa en risas, pieles y joyas y, antes de meterse en su limusina, nos ve, apartados, mirándola. Y ella nos sonríe. Sabe que nos conoce. Nos recuerda vagamente. Nos sonríe. Y se va. Somos nosotros, Maribel, los que nos enamoramos de ti cuando llevabas la cabeza rapada y estabas detrás de una barra, los que te hemos buscado en todos los rincones, los que hemos evocado con nostalgia cada instante que vivimos simplemente mirándote. Ahora ya te hemos encontrado. Ahora ya siempre sabremos dónde estás. Y también sabemos lo que siempre supimos: que nunca dejaremos de quererte.
31 marzo 2006
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